Desde el momento en que me desperté no paro de pensar en eso, hace un buen rato que estoy aquí divagando sobre una u otra intención y nunca llego a nada, entonces me desnudo frente al espejo y tampoco veo nada, veo apenas la carne, los pelos y las formas curvas que dibujan mi cuerpo envenenado por demasiado pisco y nicotina del último carrete de fin de año. Un par de horas más tarde contesté el mensaje en mi celular, no entendí a que venía aquella invitación, ese hombre parece tan distante, tan diferente y lejano a mi esencia. Era el preciso encuentro con aquel que adoré tantos años y que luego de contemplar su pistola entre mis cejas y acabar durmiendo con un estruendoso zumbido en mis oídos comencé a despreciar con toda mi calma y desazón.
Así fue como acabe en una sala blanca de hospital sin comprender más allá de mis instintos, con el maligno dolor de su recuerdo y los constantes gemidos del enfermero que rompía la entrepierna de la que estaba al lado mío. Nunca la olvidaré, la veía de vez en cuando por ahí en algún salón, usualmente mirando televisión o intentando cruzar más allá de las paredes. Por las noches paseaba por los atareados pasillos de aquel recinto, me encontraba con otros que decían ser los iluminados, porque también podían pasear, que dementes!, era ella la única que me detuve a contemplar casi cada noche, porque escapaba de su cuerpo ingenuamente, esperando que el enfermero anduviera por ahí, para contarle su historia y así ahuyentarlo de sus labios rotos.
Ya es media noche y camino errático por la alameda, espero el momento del encuentro, me duele la guata y estoy salivando un líquido avinagrado que me seca los labios, llevo la misma pistola que me dejó postrado casi una década, para devolver la mano, como dicen aquí. Entonces lo veo y se acerca el momento, no puedo aguantar las ganas de gritar y llorar, pues viene con la misma tranquilidad que hace diez años. Me mira y nos sentamos frente a frente en esos viejos banquitos del parque, que huelen a sexo y me recuerdan algunas noches de locura desenfrenada junto a la chica de la casa de enfrente. Casi no hay palabras, un simple abrazo y un poco de cariño me provocan tantos recuerdos, tantas entrañas desoladas y después de un minuto de silencio el olor a pólvora se entromete en mis poros y conversa con cada célula de mi piel marchita. Por fin todo terminó y no hago más que caminar por cinco horas, con la mente en el cielo, entre una y otra estrella fugaz. Aún después de esto y de largas horas de planeación incesante no logro superar el límite incandescente de la angustia por un final concluyente y definitivo.