Voy por la carretera. Un perro se atraviesa, es apenas un cachorro. No tengo nada que hacer, voy a más de 140. El cemento esta húmedo. Si trato de esquivarlo, me vuelco y muero. Luego del estruendo detengo el auto. La capota y el vidrio delantero quedaron manchados, recubiertos por entrañas de animal. Pobre perro, quedó destrozado. Es un quiltro, qué digo!, era un quiltro negro con matices rojizos. De lejos parecía un pastor alemán. Cuando pequeño tuve uno de esos en la parcela de mi abuelo. Lo visitaba cada verano, cada invierno y los fines de semana que mis padres me enviaban al campo. Salíamos a recorrer los cerros juntos y vivíamos aventuras. Los días que llegaba a la parcela él me estaba esperando, sus ojos brillaban y su cola danzaba por el aire. Era como si llorara de alegría y como si supiera que yo vendría. Pero sabía que sería una alegría pasajera. Pues ya pronto me iría, me marcharía a la ciudad y lo dejaría triste, sin sus aventuras, sin sus salidas nocturas de caza. Mi abuelo me decía: él sabe cuando vienes y cuando tienes que marcharte. Cómo si fuera más que un perro, un ente fantástico con poderes sobrenaturales. O quizás sólo poderers inentendibles para nosotros, los homo sapiens. Siempre me pregunté si su ámbito de inteligencia abarcaba ese tipo de percepción y a veces me reprochaba no ser como él, pues nunca pude escuchar mi intuición.
Las vísceras están repartidas por todas partes. Piso algo demasiado gelatinoso para ser una piedra -oh!- es un ojo. La planta de mi zapato quedó repleta de un líquido blanquecino, incoloro. Me acuerdo de las gelatinas que comía cuando niño, sólo que esta no es de frambuesa, ni de naranja, sino de cristales de ojo. Es imposible tratar de juntarlo, prácticamente explotó por el impacto. El hedor comienza a esparcirse por el ambiente. Unos pájaros se acercan, siento gemidos. Unos arbustos se mueven al otro lado de la vía, pero no logro visualizar lo que es. El bosque es muy frondoso. Tengo miedo. Corro despavorido al auto. Una espesa neblina empieza a descender rápidamente y me arrolla desprevenido. Tiemblo, el motor no arranca, siento que estoy en una película de terror. Deben ser las entrañas del pobre animal, ojalá que no se haya dañado el motor, no tengo idea de mecánica. Para mi consuelo los gemidos eran de otro perro que se acercó con la cabeza gacha a oler los restos del cachorro. Era un quiltro también, pero con aspecto de labrador. Debe ser uno de los padres -pensé-.
El sonido de las luces intermitentes se hace un estruendo. A cada momento se acelera y se detiene. Veo por el espejo retrovisor, el animal mira el auto, los ojitos le brillan tal como a Max. Pobre Max, a venido desde la tumba a visitarme y a suplicarme por aventruas. Como amaba a ese perro. Unas lágrimas recorren mis mejillas. Debo irme, debo partir, debo escapar de esta locura. El pánico es insoportable. Hace mucho frío, la neblina ha espesado demasiado. Enciendo la calefacción y un olor asqueroso a muerte entra por las rendijas. Es casi insoportable, siento espasmos, arcadas. Quiero huir pero no puedo, el auto no arranca. Este auto de mierda -dije-. Golpeo el manubrio con ira. Por favor!, arranca!, arranca!…