Mis manos tiemblan, sudan la predecible confusión de los humanos corrientes. En mi conciencia, como un eco eterno proveniente de tumbas mundanas, retumban los secos latidos del corazón al borde del colapso. La sala se hace invisible. El piano resuena en destellos lejanos. Los artefactos parecen desvanecerse y retomar su búsqueda de inmortalidad. La vieja casa campestre rodeada de viñas, paltos y un cielo yermo escindido por blancas cimas de cristal aborda un plano virgen, lejos de mi y de mi causa. Así, permanezco estático, atado al momento y a la desesperación. Ese lapso ínfimo se vuelve perpetuo. Es una prueba, sí, un examen que me hipnotiza y lanza al vacío, a la nada. Me vuelco al espacio del ego y no logro salir.
¿Qué tipo de prueba es esta?
Cierro los ojos e intento dejar ese espacio mental. Veo oscuridad, veo luces, veo de todo, veo recuerdos fuertes, veo amores, desamores, misterios y lazos de familia. Veo lo corriente, lo normal. Pero no logro vislumbrar siquiera un ápice de ese resplandlor maravilloso que me libere. Y sigo ahí, erguido frente a ese hombre y esa espada entre sus manos.
Maldito miedo.